Son muchas las definiciones que se han hecho de custodia compartida. La más técnica,
desde el punto de vista legal, es aquella que define la custodia compartida como «la
situación legal en que quedan los menores, hijos de una pareja, cuando se
produce la ruptura de sus progenitores, ya por nulidad, separación o divorcio
de los mismos, en la cual los menores reparten el tiempo, de forma más o menos
igualitaria, con ambos progenitores y éstos, a su vez, reparten, de forma más o
menos igualitaria, las obligaciones, responsabilidades y derechos parentales»[1].
Del mismo modo, son varios los nombres que se le
dan a esta misma definición. Así, por ejemplo, cada vez es más frecuente hablar
de custodia alterna, que quizá,
desde luego, esté mejor fundado, pues en el fondo lo que diferencia esta
custodia igualitaria con la ejercida durante la convivencia en pareja de los
padres es que en ésta la custodia se ejercer de manera continua, mientras que
con la ruptura familiar cada progenitor la realiza de manera alterna, según los
días de estancia de los menores con cada progenitor.
Sin embargo, si nos ciñéramos a la mera
definición legal no daríamos cabal conocimiento de lo que la custodia compartida sea. Y ello por
cuanto la custodia compartida antes
que una institución jurídica es una realidad entrañable y cotidiana. Entrañable
en cuanto que forma parte de las aspiraciones humanas más profundas, de forma
tal que la misma, o más bien, la pretensión de poder ejercer esta custodia,
ocupa un espacio interior, un anhelo de totalidad, difícilmente escindible del
ser como persona. Cotidiana en cuanto la pretensión de su ejercicio no debe
abarcar un solo aspecto, o unos pocos aspectos de la vida de los descendientes
menores de edad; sino que para que sea real exige que se pueda realizar en las
más cotidianas labores de crianza de los descendientes, y muy concretamente de
manera real sobre cuantas obligaciones, responsabilidad y derechos de deben o
se pueden ejercer sobre los mismos.
La custodia
compartida, en sí, no es ni más ni menos que la exigencia natural de la
parentalidad: de la maternidad y de la paternidad. Y es que salvo casos de
auténtica enfermedad espiritual, ningún padre y ninguna madre consentirían
nunca en que alguien les dijera que su aportación en la vida de sus hijos es
desdeñable. Si para generar un descendiente la naturaleza exige la aportación
masculina y femenina a partes iguales; para criarle, para formarle y para
madurarle como persona, exige la misma contribución a partes iguales del padre
y la madre. Y es que en épocas modernas hemos olvidado la realidad natural de
que, en efecto, toda relación de pareja es de algún modo la búsqueda de un
acompañante vital complementario. El hombre busca así en la mujer lo que le
falta para completarse, del mismo modo que la mujer busca en el hombre lo que
le falta para completarse. Por eso, igualmente, cuando hombre y mujer se
encuentra, se completan como personas, y consecuencia de esta complementación
surge la vida del descendiente. Podríamos decir que lo que la naturaleza exigió
que naciera de dos, la naturaleza exige que se crie entre dos. Y que es que
si la naturaleza, que es sabia, hubiera establecido que la crianza en
condiciones naturales y ordinarias pudiera ejercitarse solo por un progenitor,
en concordancia con tal disposición hubiera establecido que en condiciones
naturales y ordinaras pudiera nacer solo con el concurso de un progenitor.
Por otra parte es una realidad natural que se
muestra de forma evidente que la maduración de los hijos requiere de la
contribución complementaria de ambos. Y la complementariedad existe igualdad,
pues si la misma no existiera no habrá complementariedad, sino subordinación de
uno que prepondera sobre otro que permanece subyugado.
Y que sea una realidad natural la necesidad de la
contribución de ambos lo demuestra el hecho de que sea el ser humano el que
nace con mayor debilidad de todos los seres naturales, y cuyo proceso de
maduración haya establecido la naturaleza con mayor largueza, pues el ser
humano no llega a su plenitud hasta el final de la adolescencia, entre los 18 y
los 21 años. Precisamente porque el periodo de maduración es tan amplio, y tan
intensa la necesidad de protección en los primeros años de vida, la naturaleza
no se lo ha confiado a uno, sino a dos, a padre y madre.
Sin embargo, siendo todo esto cierto y evidente,
nuestra realidad social es muy distinta. Y es que la sociedad se ha ido
apartando, con cierto desden a ellas, de las normas naturalmente establecidas,
y ello en la creencia de poder imponer
la voluntad humana sobre la voluntad de la naturaleza, sin llegar a
comprender, ebrio de orgullo y poder, que la naturaleza acaba imponiendo, por
las buenas o por las malas, las normas que nunca debieron ser desobedecidas.
Así, por ejemplo, a día de hoy son casi tantas
las parejas separadas y divorciadas con hijos que aquellas parejas intactas.
Sin embargo, y a pesar de lo alarmante de la situación, no ha surgido, al menos
con repercusión pública, ningún Jeremías profético que alerta sobre las
nefastas consecuencias del divorcio, ya considerado en su realidad individual,
ya considerado en su mayor gravedad social cuando se convierte en un virus. En estos casos, las primeras víctimas son
siempre los hijos, que sufren la separación de sus padres de forma angustiosa
aunque estos se lleven bien.
En segundo lugar, y esto es aún más grave, nadie
dice nada (o al menos con repercusión pública de primera magnitud) de la otra
circunstancia antinatural agravante del mal: que en caso de separación o
divorcio de la pareja casi el 90 % de
las custodias son exclusivas (más concretamente exclusivas maternas). Este
dato es más sorprendente aún en una sociedad que quiere presumir de regirse por
principios de igualdad y que dice aspirar al cuidado del ecosistema natural.
Sin embargo, no tiene empacho en quebrar la auténtica igualdad que la
naturaleza creó con la paternidad y la maternidad; del mismo modo que no tiene
inconveniente en respetar todos los ecosistemas salvo el ecosistema familiar,
que es el que funda la libertad del ser humano.
Ante todo este disparate la naturaleza, que como
dijimos ya por bien, ya por mal acaba imponiendo el respeto a sus leyes, ha
decretado la desaparición de estos ecosistemas pervertidos. De aquí viene, muy
principalmente, el invierno demográfico de occidente, que no es más que la
constatación del peligro de extinción de nuestra sociedad, que es la única que
ha día de hoy no garantiza la supervivencia de sí misma, pues el número de
nacimientos permanece por debajo del número de fallecimientos. De aquí viene,
igualmente, el incremente de la violencia social que vivimos, pues es conocido desde antiguo que las
frustración produce violencia, y no hay más frustración que la de los niños y
jóvenes a los que no se ha dejado desarrollarse plenamente por haberles privado
en su etapa de maduración de uno de los referentes parentales necesarios,
generalmente el padre.
Esta es otra evidencia que del mismo modo que todas las
anteriores ha pasado desapercibida para los sociólogos modernos, que no
encuentran explicación al incremento constante de las tasas de violencia juveniles en una sociedad que, entienden ellos,
ha establecido un sistema educativo que rechaza la violencia y la intolerancia.
Pues bien, si no han dado con la clave real del
asunto es, precisamente, por haberse aportado de la naturaleza de las cosas en
sus análisis, sin llegar a percibir que el divorcismo y el hembrismo rampante
que se opone a la custodia compartida
son los generadores de la frustración que acaba en violencia.
Así pues, solo queda decir que los que luchan por
la custodia compartida no están
luchando solo por su interés personal como padres, sino que más allá, y quizá
sin percibirlo ellos, están luchando por el mantenimiento de una cultura, la
occidental, más que bimilenaria; y están luchando, además, y aún mucho más
allá, por el respeto a la naturaleza y sus leyes. Son precisamente sus
antagonistas, los que defienden el divorcismo y la monoparentalidad, los
engendros antinaturales que luchan por el mantenimiento de la desigualdad; por
la violencia como forma de resolución de los conflictos; y por el destrozo
suicidad de la naturaleza.
No hay mansedumbre, ni ecologismo, ni humanismo,
ni progreso, ni dignidad igual fuera de la custodia
compartida.
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